Yo,
Oliveiro de Hadoque, Soberano caballero plenipotenciario del grado 18º de la
Orden Rosacruz, Maestro elegido del rito francés, Intérprete de jeroglíficos y
Patriarca de Isis de la Orden de Memphis-Mizraim, desde la distancia que me dan
mis 81 años de edad que celebro durante mi exilio en Rodas, de donde ya nunca
saldré, quiero dar testimonio de los extraños acontecimientos acaecidos tras
nuestra iniciación en los Grandes Misterios.
El
saco de Troya había quedado muy atrás, lo mismo que la travesía entre Scila y
Caribdis, cuando nuestra lógica implacable nos llevó otra vez a los confines
del Universo, a una tierra recia y sobria, sabia y hermosa como solo lo pueden
ser las tierras altas en las que las heladas son perpetuas pero el sol es
implacable. Nepal, creo, lo llamaban.
Nos
llevó allí nuestra ambición por saber más que nadie, nuestro anhelo de cumplir
en cuerpo y alma la promesa hermética de la conquista del lugar geométrico
reservado a los dioses todos. No llevamos herramienta alguna, mas juro por la
salvación de mi alma que tampoco nos entregamos a la rapiña, sino que allí, sin
más manos que las nuestras ni más planos que nuestras mentes, construímos el
mayor de los laboratorios que en el mundo han sido.
Todo
estaba allí, atanores y alambiques, destiladores y sublimadores, trampas
Erlenmeyer y disolventes de reflujo. Éramos Maestros perfectos, cada uno en su
arte, y juntos nos sentíamos capaces de tomar el cielo por asalto. ¿No había
caído Troya?
Y
lo hicimos. Creamos el Golem y el Homúnculo, obtuvimos elixires y polvos de
proyección, fabricamos el más puro de los oros y le insuflamos el espíritu
mercurial de los que no mueren. Nos acercamos a los dioses más que cualquier
mortal desde Hércules. Y pagamos por ello.
Tras
la gran explosión desperté otra vez en Tierra Santa. Era el año 6127 de la
verdadera luz, y reconocimos al instante el templo de Salomón que seguramente
nosotros mismos habíamos edificado, cinco mil años antes, o más.
Allí
me encontré, solo y sin nada más que el pijama de la noche anterior. A mi
alrededor todo era como siempre lo había sido: envidias, codicia, vanidad,
usura, hipocresía. No me fue difícil adaptarme y pasar por uno de ellos.
Aprendí la lengua y su manera de contar. Les enseñé un par de trucos de
proyección astral y me gané sus corazones sedientos de justicia.
Levanté
un imperio de sueños e ilusiones y dejé que se llenara de renegados de todo el
mundo. No hice mal a nadie, lo juro, ni quité vida alguna, aunque me crucé con
muchos de los que se puede decir que el mundo estaría mucho mejor sin ellos. Yo
sólo señalaba con el dedo, ellos venían y lo miraban, sin atender a la luna que
mi dedo señalaba. No soy culpable de su ceguera.
Entonces
me retiré a las cavernas de Galilea y me hice contador de historias. Me gané el
afecto sincero de los que acudían a mi atraídos por leyendas de oro y se
sentían honrados al escuchar cómo lo habíamos fabricado siglos atrás. Ninguno
me preguntó donde estaba ese oro, ninguno dudó jamás de mis palabras.
Ella
apareció una mañana con su padre, el hombre que trabajaba el hierro. Nada más
tomar los tres asiento sentí dos cosas. Una, que el hombre sabía de metales
tanto como yo. Otra, que la mujer había sido puesta en ese lugar geométrico para
trabajar conmigo el arte hermético. Había que empezar de nuevo, otra obra,
otras tierras.
Acepté
el desafío. La mujer era hermosa y dulce como una diosa, mas también habilísima
en el manejo de yunques y hornillos. Sabía regular el fuego para dar ese punto
justo de calor que la Obra requiere. Sabía mirarme a los ojos (hacía años que
nadie se atrevía) y traspasar mi corazón. Y en las noches sin luna me entregaba
su cuerpo y tomaba el mío como sólo los humanos saben hacerlo.
Jamás
la mentí. Fui transparente como un niño, tal vez fui niño otra vez a su vera.
Contesté todas sus preguntas, ocultando todo lo que no preguntaba. Pero ella
aprendió a leer mi corazón y al tiempo lo oculto quedó latente y disponible,
sin más que ella hubiera sabido que yo no era más que un triste vagabundo
muriendo a chorros, y que el resto no era más que literatura.
Los
usos y costumbres de aquella sociedad no me dejaban opción, si quería asumir mi
destino y poner otra vez manos a la obra. Fui circuncidado la noche en que Jano
bifronte mira al sur, de un año que ya no recuerdo. Cumplido el ritual,
enterrado el prepucio en el interior de la tierra, fui aceptado por ellos como
uno más de la Orden de los Elegidos y pude desposar a la que más tarde
conocería el mundo por el nombre de Reina de Saba.
Así
pasó y así lo cuento. Sentado en la biblioteca de mi casa contemplo a mi dama
que duerme para escapar del calor y del cansancio de una noche de amor. No me
arrepiento de nada. Hay otras troyas por delante, y no son la mía, pero las asumo
con el gusto del guerrero viejo cuando huele la pólvora o escucha el silbido
del sable saliendo de su vaina.
¿Dejar
las pasiones a las puertas del templo? ¿La vanidad, la ambición, la envidia? A
ellas siempre hemos de cerrar el puente levadizo, no sólo el templo. Pero mi
Pasión, Hermanos, quiero dejarla libre para que llene el universo.
He
dicho.
Fuente: Fortuna Mutatur