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B) Por vitalismo (filosófico) cabe entender:
1º) la teoría del conocimiento según la cual es éste un proceso biológico como otro cualquiera, que no tiene leyes y principios exclusivos, sino que es regido por las leyes generales orgánicas: adaptación, ley del mínimo esfuerzo, economía. En este sentido son vitalistas buena parte, por no decir todas, de las escuelas filosóficas positivistas, pero especialmente el empirio-criticismo de Avenarius o Mach y el beatífico pragmatismo. Esta tendencia convierte la filosofía en un simple capítulo de la biología.
2º) La filosofía que declara no ser la razón el modo superior de conocimiento, sino que cabe una relación cognoscitiva más próxima, propiamente inmediata a la realidad última. Esta forma de conocimiento es la que se ejerce cuando en vez de pensar conceptualmente las cosas, y, por tanto, distanciarlas con el análisis, se las vive íntimamente. Bergson ha sido el mayor representante de tal doctrina, y llama INTUICION a esa intimidad transracional con la realidad viviente. Se hace, pues, de la vida un método de conocimiento frente al método racional.
3º) La filosofía que no acepta más método de conocimiento teórico que el racional, pero cree forzoso situar en el centro del sistema ideológico el problema de la vida, que es el problema mismo del sujeto pensador de ese sistema. De esta suerte, pasan a ocupar un primer plano las cuestiones referentes a la relación entre razón y vida, apareciendo con toda claridad las fronteras de lo racional, breve isla rodeada de irracionalidad por todas partes. La oposición entre teoría y vida resulta así precisada como un caso particular de la gigantesca contraposición entre lo racional y lo irracional.
En esta tercera acepción queda, pues, muy mermado el contenido del término vitalismo, y resulta muy dudoso que pueda servir para denominar toda una tendencia filosófica. Ahora bien, sólo en este sentido puede aplicarse al sistema de ideas que he insinuado en mis ensayos, especialmente en El tema de nuestro tiempo, y que he desenvuelto ampliamente en mis cursos universitarios.
En rigor, sólo la acepción segunda es estricta. Bergson, y otros en forma parecida, creen que cabe una teoría no racional, sino vital. Para mí, en cambio, razón y teoría son sinónimos.
Convendría, pues, que ciertas defensas un poco pueriles de la razón, que han querido oponerse a mi presente vitalismo, penetrasen un poco más en las ideas que aspiran a combatir. En general, los defensores que estos años En España, y fuera de España le han salido a la razón, revelan una deplorable propensión a confundir las cosas, en crudo antagonismo con su propio dogma. Más le valía dejarse de defensas innecesarias y emplear esas fuerzas, dedicadas a polémicas inoperantes, en meditar ellos mismos un poco sobre lo que es razón.
Mi ideología no va contra la razón, puesto que no admite otro modo de conocimiento teórico que ella: va sólo contra el racionalismo.
Hace ya veinticuatro siglos que uno de los más grandes racionalistas, Platón, se preguntaba qué es lo que llamamos razón ólogosó, y su respuesta es, en lo esencial, todavía válida. Razón no es simplemente conocimiento. Al ver una cosa, la conozco en alguna manera o conozco algo de ella; sin embargo, no la razono, mi conocimiento no es racional. Entre ese mero conocer o tomar noticia
de algo ódoxaó y el conocimiento teorético o ciencia, óepistemeó encuentra Platón una diferencia esencial. La ciencia es el conocimiento de algo que nos permite dar razón de ese algo ólogon didonaió. Éste es el significado más auténtico y primario de la ratio. Cuando de un fenómeno averiguamos la causa, de una proposición la prueba o fundamento, poseemos un saber racional. Razonar es, pues, ir de un objeto ó cosa o pensamiento a su principio. Es penetrar en la intimidad de algo, descubriendo su ser más entrañable tras el manifiesto y aparente. ... En efecto, definir es descomponer un compuesto, en sus últimos elementos. Éstos son el interior o entresijo de aquél. Cuando la mente analiza algo y llega a sus postreros ingredientes, es como si penetrara en su intimidad, como si lo viese por dentro. El entender, intus-legere, consiste ejemplarmente en esa reducción de lo complejo y, como tal, confuso a lo simple, y como tal, claro. En rigor, racionalidad significa ese movimiento de reducción y puede hacerse sinónimo de definir.
Pero el mismo Platón tropieza, desde luego, con la inevitable antinomia que la razón incuba. Si conocer racionalmente es descender o penetrar del compuesto hasta sus elementos o principios, consistirá en una operación meramente formal del análisis, de anatomía. Al hallarse la mente ante los últimos elementos, no puede seguir su faena resolutiva o analítica, no puede descomponer más. De donde resulta que, ante los elementos, la mente deja de ser racional. Y una de dos: o, al no poder seguir siendo racional ante ellos, no los conoce, o los conoce por medio irracional. En el primer caso, resultará que conocer un objeto sería reducirlo a elementos incognoscibles, lo cual es sobremanera paradójico. En el segundo, quedaría la razón como una estrecha zona intermedia entre el conocimiento irracional del compuesto y el no menos irracional de sus elementos. Ante éstos se detendría el análisis o ratio y sólo cabría la intuición. En la razón misma encontraremos, pues, un abismo de irracionalidad.
Y es curioso advertir que en la otra cima del racionalismo, en Leibniz, hallamos exactamente la misma situación… Para Leibniz, como antes para Platón, y entre medias para Descartes, la racionalidad radica en la capacidad de reducir el compuesto a sus posteriores elementos, que Leibniz, y Descartes llamaban simplices ópero no Platón, tal vez por una más honda y aguda cautela.
Lo lógico = racional, por excelencia, es, pues, siempre la operación de inventario que hacemos descomponiendo lo complejo en términos últimos.
Por eso componiendo lo complejo en términos últimos. Por eso Leibniz define formalmente la lógica como la ciencia de continente et contento, de la relación entre el continente y el contenido, el compuesto y su ingrediente. Al llegar a éstos la lógica termina y tiene que reducirse a contemplarlos.
Definido el compuesto se encuentra ante los últimos elementos indefinibles.
La idea racional es la idea distinta frente a la confusa. Distinta es la idea que podemos anatomizar en todos sus componentes internos, y, por tanto, penetramos por completo. Al distender los poros de la idea compleja penetra entre ellos nuestro intelecto y la hace transparente.
Esta transparencia cristalina es el síntoma de lo racional. Pero los poros se hallan entre los elementos o átomos de la idea: sobre ellos rebota nuestra intelección, y exentos de intersticios, no los puede a su vez penetrar. Leibniz no tiene otro remedio que aceptar lo que más dolor podía ocasionarle: que la definición o razón descansa a la postre en simple intuición, que la actividad disectriz y analítica termina en quietud intuitiva.
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Lo contingente encierra un número infinito de razones: su textura es, pues, puramente racional, como la de lo posible. Pero como el número de sus razones ingredientes es infinito, resulta que siempre queda un residuo de que aún habría que dar razón, y continuando así, el análisis conduce a una serie infinita. Ahora bien: el infinito concepto que nace en la razón es irracional. A fuerza de contener lo real razones interiores, resulta irracional, por simple complicación.
Esta paradoja obliga a Leibniz, y en general a todo racionalismo a distinguir un intelecto finito, que es el nuestro, y un hipotético intelecto infinito, que sitúa en Dios. Lo real, que es infinitamente racional, se convierte, al pasar por nuestra razón limitada en irracional, pero recobra su racionalidad si lo suponemos entendido por la razón infinita de Dios, la species quaedam aeternitatis de Spinoza. Pero a esto habríamos de decir que esa misma razón infinita, supuesta por Leibniz para poder afirmar utópicamente la racionalidad del mundo real, es, a su vez, incomprensible para nosotros. La razón infinita es un concepto irracional.
La realidad leibniziana nos ofrece un curioso ejemplo de cómo algo, sólo por ser condensación tupida de razones o claridades, se convierte automáticamente en confusión y se irracionaliza.
Si ahora resumimos esta teoría de la razón que desde Leibniz no ha podido adelantar un paso, venimos a las siguientes fórmulas:
1ª) La razón, que consiste en un mero análisis o definición, es, en efecto, la máxima intelección, porque descompone el objeto en sus elementos, y, por tanto, nos permite ver su interior, penetrarlo y hacerlo transparente.
2ª) Consecuentemente, la teoría que aspire a plenitud de sí misma, tendrá que ser racional.
3ª) Pero, a la vez, se revela la razón como una mera operación formal de disección, como un simple movimiento de descenso desde el compuesto a sus elementos. Y hay compuestos infinitos ó todas las realidades que son, por tanto, irracionales. Por otra parte, los elementos a que por ventura se llega, son también irracionales. De modo que:
4ª) La razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad.
5ª) El carácter esencialmente formal y operatorio de la razón transfiere a ésta de modo inexorable a un método intuitivo, opuesto a ella, pero de que ella vive. Razones es un puro combinar visiones irrazonables.
Tal es, a mi juicio, el justo papel de la razón. Todo lo que sea más de esto degenera en racionalismo.
Lo que el racionalismo añade al justo ejercicio de la razón es un supuesto caprichoso y una peculiar ceguera. La ceguera consiste en no querer ver las irracionalidades que, como hemos advertido, suscita por todos lados el uso puro de la razón misma. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer que las cosas óreales o idealesó se comportan como nuestras ideas.
Ésta es la gran confusión, la gran frivolidad de todo racionalismo.
…. Arbitrariamente se supone que los estratos de la realidad donde no penetra nuestra mente están hechos del mismo tejido que el breve trozo conocido, no advirtiendo que si éste es conocido se debe a que acaso sea el único cuya estructura coincide con nuestra razón.
En esta frase de Leibniz transparece el secreto recóndito del espíritu racionalista. Este secreto consiste en que, a despecho de las apariencias, el racionalismo no es una actitud propiamente contemplativa, sino más bien imperativa. En lugar de situarse ante el mundo y recibirlo en la mente según es, con sus luces y sus sombras, sus sierras y sus valles, el espíritu le impone un cierto modo de ser, le imperializa y violenta, proyectando sobre él su subjetiva estructura racional. Kant llegará a declararlo: ìNo es el entendimiento quien ha de regirse por el objeto, sino el objeto por el entendimiento.î Pensar no es ver, sino legislar, mandar. La resistencia que el mundo ofrece a ser entendido como pura racionalidad, no lleva al fanático racionalista a mudar de actitud. Antes bien, como el cuento popular refiere, espera que el mundo rectifique y, ya que no hoy, se comporte mañana según la razón. De aquí el futurismo, el utopismo, el radicalismo filosófico y político de los dos últimos siglos… El racionalismo tiende dondequiera, y siempre, a invertir la misión del intelecto, incitando a éste para que, en vez de formarse ideas de las cosas, construya ideales a los que éstas deben ajustarse. De esta manera, la realidad se convierte, de meta con la que aspira a coincidir la pura contemplación, en punto de partida y material, cuando no mero pretexto para la acción. Así en Fichte se define formalmente la realidad, el ser, como la estricta contrafigura de la idealidad, de lo que debe ser. De donde resulta que se la reduce a simple punto de inserción para nuestras acciones; por tanto, a algo que, de antemano y preconcebidamente, existe sólo para ser negado y transformado según el Ideal.
A la postre, el racionalismo descubre su auténtica intención, que consiste, más que en ser teoría, en sublevarse como intervención práctica y transmutar la realidad en el oro imaginario de lo que debe ser. El racionalismo es la moderna piedra filosofal.
Precisamente, lo que en el racionalismo hay de anti-teórico, de anti-contemplativo, de anti-racional, no es sino el misticismo de la razón, me lleva a combatirlo dondequiera que lo sospecho, como una actitud arcaica, impropia de la altitud de destinos a que la mente europea ha llegado. Todos esos untuosos o frenéticos gestos de sacerdote que hace el idealismo; todo ese primado de la razón práctica y del debe ser, repugnará al espíritu sediento de contemplación y afanoso de ágil, sutil, aguda teoría."
Ortega y Gasset, Ni vitalismo ni racionalismo. Obras completas, vol. III, Revista de Occidente, Madrid.
homs
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